La Nana - Historias Vampíricas

-Venga señor. La Nana está esperándolo.
El niño tiró de su manga, queriendo llevarlo.
Estaba solo, en una esquina, en medio de la noche. Había encendido un cigarrillo, y solo miraba los autos pasar. No tenía idea de dónde había salido el niño, andrajoso y sucio, ni de qué estaba hablándole.
-Vamos señor.
Esta vez lo agarró del brazo con más fuerza. Había algo malo con ese niño, a pesar de no aparentar más de 12 años.
Sin notarlo siquiera, ya caminaba con él hacia la boca del subte, siguiéndolo.
Bajaron, y muy pocas personas esperaban aun el último servicio.
-Ahora hay que esperar.
El niño se aproximó al extremo donde la pasarela terminaba, y se abría la oscura boca del túnel.
Tras unos minutos el murmullo hizo su crescendo en la oscuridad, y veloz, apareció la máquina, llevándose las últimas personas que quedaban en la estación. El niño le dijo que no subiera al tren.
Una vez que partió, se hizo el silencio.
El niño bajó a los rieles, y lo llamó con la mano. Se hundió en la negrura del pasaje.
Lo siguió, suspicaz, a ciegas en principio, hasta que sus ojos se habituaron a la penumbra. Avanzaron hasta una ramificación abandonada. Una leve luz, vieja y sucia, iluminaba apenas y le dejaba ver qué hacía el niño.
A unos metros de la entrada al pasillo ramificado, en la pared que ascendía desde los rieles hasta la pasarela, el niño golpeaba una trampilla de hierro.
El sonido de un pasador desde adentro, descorriéndose hizo eco en el corto pasillo.
El niño lo invitó a pasar delante suyo. Un hedor horrendo salía del pasadizo.
Se encontró en un pequeño pasillo, y se veían más luces tenues en el fondo.
Una figura ensombrecida se acercó a recibirlo, y lo acompañó hasta una pequeña mesa, con dos sillas, en el pequeño salón al final del pasillo. La figura no habló hasta no prender todas las velas que había alrededor. Allí, vio el escenario final.
La figura era una mujer, muy anciana y esquelética. Su piel grisácea no hablaba de humanidad alguna. El pelo caía en algunas matas, dispersas, grises y secas. Sus ojos estaban hundidos y eran muy pequeños. Su nariz también era pequeña, entre sus pómulos huesudos, o tal vez, era lo que quedaba de ella. Los labios muy finos apenas dibujaban una ranura larga y torcida.
Lucía un vestido algo raído, negro, que no disfrazaba de ningún modo su contextura descarnada y deteriorada. Esa mujer no podía estar viva, de ningún modo.
Se hallaban en una cámara circular, ahora que la luz le permitía ver lo que lo rodeaba. A los lados otros pasillos se escondían en las penumbras. Pero lo más perturbador eran los cadáveres esqueléticos acomodados en las sillas todo alrededor de la cámara.
Quiso correr, pero su cuerpo solo recibía confusas órdenes aterradas de su mente.
-Perdona sus modales… No están en condición de presentarse. – dijo la mujer, con una voz parecida a un maullido. –Soy la Nana, y estos son mis hijos, Johnny, Louis, Matthew, Carl, Paul y Gregory, y mi marido Henry.
Los señalaba uno a uno a los cadáveres mientras los nombraba, como si pudiesen oírla. Se acercó a acomodar el brazo de uno de los cuerpos, y volvió a su silla con naturalidad.
-Q-qué quiere de mí? – los labios le temblaron, pero al fin pudo hablar.
-Solo charlar unos minutos… - se acercó levemente, como queriendo que su familia no la oyera. –No son muy conversadores…
El terror lo inundó, pero no pudo despegar su atención de las pequeñas perlas negras opacas que tenía esa mujer por ojos.
-Deje que le cuente una historia. No parece apurado.

“Yo nací en algún lugar de Europa. No lo sé con exactitud. Mis padres y la gente que viajaba con ellos estaban en plena ruta hacia América. Crecí viajando, con el resto de la comunidad de inmigrantes soviéticos, soportando penurias, y haciendo trabajo pesado. A los 15 años conocí a Henry, cuando entré a trabajar como criada en su casa, y desde entonces, fuimos inseparables. Si no fuese por él, habría muerto, como los demás, por el frío, por la pobreza, por la tristeza, o por uno de esos desafortunados accidentes que solían tener los inmigrantes soviéticos.
Pero la vida hasta ahí no era más que la dura costumbre de mi gente.
El infierno se desató mucho después. Todo comenzó con Vietnam. Cuando la guerra se desató, la vida cambió irremediablemente para mí y para mi familia. Supongo que es igual para todo americano que se precie de serlo.
En el momento en que mi marido anunció su partida, mis hijos, todos en edad de seguirlo, lo apoyaron, y se unieron a su plan. Para ese entonces, eran todo lo que tenía. Hacía 25 años que vivía con mi marido, y había parido a los seis muchachitos que compartían su cabello rubio y sus ojos azules. Era imposible soportar la perdida.
Pero siempre me dijeron que yo era una mujer muy decidida. Así que partí con ellos. Me uní a la cruz roja y partí a la guerra con mi familia. ¿Qué más iba a hacer?, ¿Quedarme sola en este país, una mujer soviética sola?
La guerra terminó de endurecerme. He visto allí cosas innombrables.
Allí conocí a Ambrosii. La noche apenas caía cuando lo trajeron a la tienda donde estaba yo creí que eso era lo peor que vería en mi vida. La carne acribillada de su rostro parecía ya en descomposición, y su cuerpo no contaba una mejor historia. Lo cuidé individualmente, aun sabiendo que no viviría mucho. Aun a pesar de su estado habló conmigo, aunque fueron pocas palabras. Al día siguiente no lo vi, y hasta me pareció lógico, dadas sus heridas.
Pero para mi sorpresa, Ambrosii continuaba apareciendo noche tras noche, y yo curaba sus heridas, tanto como podía.
Era un hombre de pocas palabras, pero por lo que pude saber, tenía un refugio cerca de allí, donde permanecía durante el día, sabiendo que estábamos cada vez más atareadas, con heridos que no paraban de llegar.
Con el tiempo se volvió mi mejor compañía. No comprendía muchas cosas acerca de él, pero era una guerra, y era una tienda de la cruz roja. Uno no pierde el tiempo con muchas preguntas. Pero no dejaba de darme vueltas en la cabeza. El estado de su rostro era crítico. Tenía una pierna mala, y una mano tullida. Y aun así, se sentaba con naturalidad y hablaba conmigo sin demostrar ni el más mínimo signo de dolor.
Y estuvo allí también para apoyarme en mi dolor cuando llegó Henry, y mientras agonizó dos noches hasta morir. Y aun estuvo allí cuando uno a uno llegaron mis muchachos; primero Gregory, el menor y menos experimentado; luego Paul y Johnny, después Carl y Louis. Matthew desapareció.
Ambrosii los veló conmigo, y volvía cada noche a apoyarme, y compartir conmigo su deforme sonrisa llena de horror.
Cuando comenzó a correr el rumor sobre el fin de la guerra, insistió en que lo acompañara a su refugio. Quería enseñarme algo antes de que me fuera.
Lo acompañe una noche, después de la cena. Se trataba de una vieja casa de piedra, casi destruida.
Hablamos durante muchas horas esa noche, sentados a solas, en la penumbra de la pequeña salita. Habló como nunca; mi coraje, mi dolor, mi pérdida lo conmovía profundamente.
Mientras sus palabras se sucedían, mis parpados se hicieron más y más pesados. Me consumió un estupor extraño, una somnolencia artificial, apresurada.
Cuando desperté, sentí que nada era lo mismo, pero no hallé palabras para tratar de expresarme. Había pasado muchas cosas, con lo cuál no temía a la muerte; pero esto se sentía lejano a la muerte. Mucho más complejo. Como una metamorfosis.
Tras este pensamiento que me invadió al despertar, Ambrossi apareció a mi lado.”

-Y así es como, en un proceso similar al que transforma una oruga en mariposa, mi cuerpo se degradó, haciéndome descubrir mi rostro y mi cuerpo destrozados, como si el mundo enorme que sentía en mi interior se hubiese alimentado de él. Regresamos con Ambrosii a América, y lo demás… perdió importancia.
Ninguno de los dos se movió por un segundo.
-Ambrosii me dejó para cuidar la información aquí. Y tu guardas mucha información ahora… La información es poder, ¿sabes? Y más aun para nuestra estirpe…
-Pero… - su voz tembló. – ¿De qué estirpe me habla?
-Eso… es algo que no podrás averiguar jamás…

M~

Ensueño

No tengo casi nada que decir al respecto. Habla mucho por sí solo.

Ensueño

Desperté en la tibieza. Envuelta en la suavidad de la mañana, en la penumbra arrulladora.
Sentí el aliento pausado de su respiración en mi pecho, y su pelo sobre mi hombro y mi brazo.
Dormía profundamente, mientras su mente vagaba por algún lejano mundo de ensueños, sin perturbarlo como lo perturbaban las contrariedades de la realidad. Era el príncipe de algún mundo invisible, donde era feliz, y donde se hallaba en su hogar; por eso era bello mientras dormía.
Sus brazos me rodeaban sin fuerza, y sus pies suaves se rozaban con los míos, y todo era calma.
Estaba como rendido, pero no derrotado. Estaba en paz.
Era una visión hermosa la de su pelo revuelto con gracia, su ceño relajado, y los labios apenas entreabiertos, como cuando cantaba en susurros.
Sus cejas, un arco magnífico. Su nariz serpentina. Las pestañas oscuras, contra sus párpados pálidos.
Acaricié su desnudes, entre su cintura y su brazo; la piel lisa corría suave contra mis dedos. Seguí la línea de su brazo sobre mí, hasta su hombro relajado ahora, sin pesos que cargar.
Su delicioso cuello, en el cuál me había perdido durante horas antes de dormir. La silueta dura de su mandíbula, tan bien esculpida, tan seductora.
Peiné con los dedos un mechón de pelo detrás de su oreja. Dibujé con una leve caricia sus cejas, y el perfil de su nariz. Rocé sus labios, que me habían besado hasta el amanecer.
Estando tan cerca podía sentir incluso los latidos de su corazón, contra mis costillas. Tan cálido, tan vivo. Tan real.
Abrió los ojos, mientras lo observaba, y sonrió levemente. Nada en el mundo podía perturbarme. Ningún dolor podía ya tapar lo que despertaba esa pequeña y aniñada sonrisa somnolienta.
Se acomodó apenas, abrazándome, y me besó el hombro, antes de quedarse con sus ojos clavados en los míos. Esos ojos que me hechizaban aun más que el resto de sus detalles.
Lo único que quise en el mundo, fue ponerle pausa al tiempo. Quedarme eternamente en la quietud, nadando en esa mirada.
Cerró sus ojos nuevamente y se deslizó al mundo donde reinaba y era feliz. Acaricié lentamente su pelo, mientras trataba de ignorar la lágrima que caía por mi mejilla. No era de tristeza. Era la lágrima que uno derrama cuando regresa a su hogar.
Besé su frente, y se sonrió sin abrir los ojos.
Cerré mis ojos también, sintiéndome satisfecha, llena de dicha.
No había vicisitudes que llenaran de miedo mi sueño.
No había melancolía.

Desperté en la cama vacía. La oscuridad fría lo llenaba todo, y el silencio alrededor me golpeó. Mis ojos vacíos se pasearon por la cama.
No había consuelo.