Abstinencia

El desesperante y febril sonido del despertador comenzó aquel día de pesadilla. Si hubiese sido un mal sueño en el cual no podía escribir, o, no sé, me quedara sin manos, no hubiese sido tan terrible; no hubiese sido, después de todo, más que un mal sueño.
Me vestí con la particular aprehensión que nos mueve cuando tocamos el suelo frío con los pies. Había una serie de cosas que odiaba de las mañanas, además de a ellas mismas, pero no dejaba de hacerlas porque las creía causantes de otra serie de eventos necesarios.
Preparé el primer café del día. Eran las 9, y el calendario me informaba amenazante que era 26 de enero; lo terrible de ese calendario, lo que lo hacía monstruoso eran las 11 cruces rojas.
“Once días y ni una palabra”.
Con amargura y un marcador rojo, completé la docena.

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El día 11 fue un tanto distinto. Me costó amanecer y no tomé conciencia del día y de mi estado, hasta entrada la tarde. El día estaba nublado y amenazante, y funcioné monótonamente, repitiendo automáticamente la misma rutina. Todos días eran lo mismo, excepto cuando tomaba conciencia de esa rutina; pero el no notarla era un tanto anormal, y el no sentirme miserable desde el abrir de mis ojos contaba como diferencia. El haber tomado solo un café en la mañana contaba, definitivamente como una diferencia.
Cuando salí a la calle, las gotas frías de la llovizna se sintieron como pinchazos fríos. Al pensar en esa metáfora me sentí mal. Estaba cayendo en el tradicionalismo de las expresiones, como si escribiera poesía un alumno promedio de secundario. No niego que allí puedan encontrarse mentes geniales, pero descreo bastante del contenido de las clases de Literatura, y más aun del florecimiento de poetas en esas escuelas.
Fue este también el instante preciso para recordar mi mal abominable. No es que ese día haya sido menos notorio, porque de él eran consecuencia los demás males; seguramente, incluso la lluvia. Esta era el factor terrible, porque generalmente atraía la inspiración. Si tenía que llamar inspiración a lo que pasaba por mi mente en ese momento, estaba todo perdido.
Pero decía, salí a la lluvia que apenas mojaba, pero me hacía parpadear de un modo gracioso. Tomé el transporte público, y pronto se llenó de ese olor a colonia barata que marea.
“Dudo que haya mujer en este mundo a quien agrade ese tipo”. Después de todo, era lo que hacía que me sintiera como en casa. Es la fuerza del acondicionamiento al que nos lleva la costumbre.
Saqué las hojas y el lápiz, las acomodé de modo casi ritual y esperé.
Las ideas fluyeron mientras miraba la lluvia, mezclada con el paisaje gris de la ciudad, y oyendo el viento en mis oídos. Mi mente gritaba y corría tan rápido que pensé que todos podían oírla. Pasaban como una galería las temáticas, las letras, ideas y frases, y todo parecía tan bueno como siempre en un primer momento.
Pero después de 40 minutos cuando bajé los ojos a la hoja, solo veía los gotones, las marcas que la lluvia había dejado, incluso con relieves. Lo que no vi fueron mis marcas. La hoja seguía sin marcas de lápiz que contaran o dejaran registro de todo lo que había pasado por mi mente.

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