Historia de una persona que ve otras cosas

El viento silbaba espeluznante, semejante a mil fantasmas en una carrera. El frío helado se colaba en cada rincón, paralizaba el cuerpo y casi que quemaba la piel; costaba respirar ese aire que entumecía.
Mientras caminaba por las veredas desiertas, tratando de no resbalar por la humedad que dejaba la helada, los árboles se sacudían violentamente; crujían produciendo una especie de gruñido. Se quejan de los fantasmas que se mezclan entre sus ramas, que molestan sus hojas, me expliqué.
El cielo estaba marcado por numerosas cicatrices de nubes, en distintas direcciones, y lucía un color amarillento muy peculiar. Varios libustrines me saludaron al pasar, y cuando volví mismos ojos al cielo, noté lo extraño.
El Sol, que apenas si dejaba notarse como una mancha levemente más brillante, estaba cubierto por un inmenso halo negruzco que lo atenuaba y enmarcaba dentro de un campo más amplio, cuyo límite era un arcoiris de colores lavados, que separaba ese círculo oscurecido de mal presagio, cual moneda cósmica que tapa el Sol, del cielo ambarino.
Durante un instante me quedé tieso, no con miedo, sino con un sentimiento de suspicacia, o como si algo estuviera fuera de lugar; como si hubiese olvidado algo, o como si estuviera siendo observado. Volví a mirar el cielo, esperando que, de algún modo, me dijera que era todo una broma. Pero la apocalíptica aura seguía allí. El color bilioso se escurrió por mis ojos, alcanzando mi cerebro, haciendo su magia. Llevó hasta allí el recuerdo del azufre.
Una señal aguda me sacó de mi alienación. Un monstruo, amarillo también, rodando por el negro asfalto. Se iba el 110...
¿En qué estaba? Oh... el azufre. Donde también se instalaba lo amarillo del cielo. Instantáneamente, el fuerte olor atacó mi olfato.
Tapé mi nariz alejándolo. Y con el estruendo de algún ruido lejano, un genio maligno se rió de mí.
Apareció luego, corriendo desde la esquina, un perro negro enorme, que se frenó en seco al borde de la calle. Yo ya estaba en el duro banco de la parada, aguardando el siguiente 110 para ir a algún lado, donde seguramente tenía algo importante que hacer. Apenas me vio, el perro se puso alerta; casi podría asegurar que hizo una mueca de sorpresa. Se paró bien enfrente de mis rodillas y comenzó a ladrar acusadora, pausadamente; casi como un deber cansino.
Le hablé. Le expliqué con palabras claras por qué era políticamente incorrecto dirigirse así a un humano, que se suponía que tenía que ser su mejor amigo. Pero siguió, marcando un pulso casi molesto con su ladrido obstinado.
Lo ignoré los siguientes minutos, mirando de reojo sus movimientos, pero actuando desinteresado. Vi acercase el colectivo amarillo otra vez. Revisé el color del cielo; Sí, sigue siendo de un amarillo absolutamente anormal, afirmé con satisfacción. Atiné a levantarme, y el perro cambió de faz completamente.
Mostró los dientes, se volvió un cerbero, un guardián infernal. Su gruñido odioso retumbó en mi mente e hizo eco todo alrededor. Me retuvo en mi lugar, aterrado, y el 110 volvió a pasar. No despegó sus ojitos negros de mí en ningún momento.
En cuanto la enorme máquina terminó de pasar, el perro, como si nada hubiese sucedido, se fue andando lentamente hacia otro lado, infinitamente más interesado por otra cosa.
Definitivamente, había un genio maligno observando, controlando, esta escena, propia del arte surrealista.
Y como en un ciclo mágico de eventos que se suceden continua y constantemente, esperé otro visitante que tratase de explicarme el mensaje que yo seguía sin captar.
Efectivamente, un viejo se acercó, y se sentó en el otro extremo del banco. Como todos los viejos, era polvoriento y gris. Fijó su vista al frente y me ignoró. Masculló unas palabras para sí mismo, y se refregó las manos. Por algún extraño motivo, necesité comunicarme con él. Decirle que una moneda cósmica tapaba el Sol, que los perros guardaban secretos y acataban órdenes, y que había dejado pasar dos 110. Pero solo logré mirarlo y dejar escapar un leve lamento agudo y lastimoso, casi llorando.
Miró hacia mí, pero su vista no me tocó. Miró a través de mí.
Su mirada duró demasiado; fue un lapso de tiempo incontable. Después de algunos instantes, un tic-tac resonó adentro de mi cerebro, sin que entendiera si era el tiempo en algún reloj, o los latidos de mi corazón. Toda la situación se volvió insostenible. Quise levantarme, huir del viejo, pero algo me paralizó. Vi, detrás de mí, una soga que me retenía. No la había visto allí antes.
El 110 se acercaba de nuevo, y la soga no me dejaba ir. En su extremo, después del momento de fuerza bruta inútil, noté que lo que la mantenía unida al banco, era una llave, que funcionaba como una traba. Al punto pude resolver ese rompecabezas natural, y conseguí liberarme. En vano, puesto que el colectivo amarillo había huido.
El viejo tosió, y siguió indiferente ante mi presencia.
Mi sangre hirvió dentro de mi cuerpo. Subió por mis venas hasta mi cabeza, trayendo un gusto amargo a mi boca, y presión detrás de mis ojos. Un grito escapó de mi garganta. Cada uno de mis cabellos se volvió una púa hiriente clavada en mi cabeza. Todo el cuerpo comenzó a hormiguear, y mi piel dejó de ser mi sustento, para volverse una ahogante camisa de fuerza.
Sin dejar de gritar, y rascarme, y tratar de arrancar las agujas de mi cabeza, me revolcaba en la vereda, y la fricción me daba una ínfima calma. El viejo ni me miraba.
Tiré de sus piernas, me abracé a sus rodillas, suplicante. El viejo ni me miraba. Seguía murmurando y gesticulando.
Mis gritos se transformaron en un sollozo. Algo iba mal, muy mal.
El cielo, ahora techo de mi vida, seguía amarillo. Los árboles seguían sacudiéndose sobre mí. El sol seguía tapado por el aro de arcoiris.
El viejo se levantó y se fue, sin ver todo lo que estaba sucediendo.
Y por el rabillo del ojo vi, en ese fatal momento, cómo, lenta y burlonamente, el 110, volvía a pasar.

Lapiz y Papel

El despertador sonó, y todas las palabras y rostros volvieron a mi mente. Moviéndome en cámara lenta, como en una burbuja llena de líquido denso, llegué al viejo edificio, a la multitudinaria clase, llena de ruidos y caras anónimas; hasta entonces, lo único presente en mi mente eran aun tus palabras haciendo eco, desde la noche anterior. Una maraña de pensamientos e imágenes. Se hizo el silencio allí y en mi mente, y una voz gigante quiso explicarme nuestro lenguaje. ¡Nuestro lenguaje! Como si supiera de vos y yo; ¡como si supiera de tus palabras y de tu voz! Quiere venir a explicarme por qué mi mente retiene tus palabras, cuál es su sentido, y por qué soy capaz de recrear tu voz en el silencio de mi mente. ¡Se cree capaz de verte a través de mí! La voz gigante anula las demás, anula mi reacción, y quiere que comprenda que todo está en mi cabeza, que no somos únicos, y que sabe… esa voz sabe.
Huyo de ella. No puedo seguir la lógica de su sentencia. Recorro la ciudad pensando aun, en mi burbuja, en nuestras palabras. ¡Y ahora la voz sabe de nuestro lenguaje! Aun en sueños, luego, tu voz y su voz se funden, y no sé si trata de explicarme, o son otra vez tus palabras.
Ya no somos dos. Ya ni el sueño me da calma. La voz no me abandona, y ahora lo que resuena es su explicación sobre el lenguaje.
La ciudad me reclama otra vez; un lápiz y un papel me ofrecen escape. En ellos también hay un reflejo de la voz gigante, dando cátedra sobre lo que significan mis propias palabras; pero el placer la rompe, la calla.
La palabra escrita también es espejo de su mensaje. Pero este es mi mundo.
La palabra escrita vence.

Colores

El niño tardó en comprender que los hombres no regresarían. Que todo el espacio vacío a su alrededor era suyo. Que el aire que lo envolvía no se llenaría de olores, ni voces, ni rostros conocidos.
Lo comprendió de una manera divertida, como solo la mente de un niño podría concebirlo. El mundo, de alguna manera, era suyo ahora. Había que jugar, probar, trasformarlo. Hacerlo suyo, para liberar a sus amigos imaginarios, sus duendes y sus hadas; hasta soltaría algunos monstruos debajo de la cama.
Buscó en un cajón, que era ahora un cofre del tesoro, una caja llena de colores. Pintó entonces su mundo, como máscara de ese viejo que ya conocía, y veía todos los días.
Sus manitos blancas se hundieron lentamente en las pastas blancas y coloridas, y se quedó inmóvil por un momento, con una sonrisa pícara en sus labios. El segundo de calma que precede a la tormenta.
¡Y ahora todo era una calesita!; una risa gritona y un remolino de alegría, a medida que salía magia de sus dedos. ¡Lo vio! Con sus propios ojos. El mundo mágico de todos los niños, ahora en formas y colores, letras y dibujos, frenéticamente transformándose y creándose, haciéndose presentes en la realidad.
Los payasos, los magos, animales y juguetes junto a él, saliéndose de sus ojos y escapándose de sus manos.
La pintura corría y formaba cosas instantáneamente, como danzando, tan feliz…
Cantaron canciones, hicieron cuentos y comieron dulces hasta caer agotados, y el sueño lo llevó a continuar la fiesta en otros mundos.
Después de viarias horas despertó, cubierto de pintura y con ese fuerte olor del acrílico.
Reconoció su hogar. A su lado, un dibujo de mamá y papá.
Recobró poco a poco la realidad. Lo que pintaba eran los recuerdos rutinarios.

Profilaxis

Apenas abrí la ventana lo supe.
El ambiente cambió levemente.
El viento que mueve el pensamiento, que a su vez controla la función motora, dejó entrar tus cartas, besos ajenos, y viejos cuentos.
La profilaxis se había roto.
Lo supe recién en ese momento. Nunca me había dado cuenta realmente que el mundo se mantenía feliz mientras pintaba dentro de las líneas, mientras cantaba las mismas canciones.
Nunca me había dado cuenta que era ignorantemente feliz.
La profilaxis se había roto.
Ahora todos los recuerdos entraban en una avalancha de palabras, fechas y mensajes ocultos. No había dónde esconderse. No había un modo de repararlo, que se me ocurriera. No sabía cuáles eran los pasos a seguir.
Todo tenía sentido, en su lógica, y en la truncada versión que yo entendía.
Y no era solo el ver todo ese mundo que no quería ver, lo que se colgaba de mi ánimo. Era también la impotencia que sentía frente a ese ya instalado "modo seguro" en el que me envolvía inconscientemente.
Yo quería ser libre.
Yo quería poder inspeccionar en todos los rincones, buscando historias, detalles, secretos. No andar escondiendome de unas cuantas sentencias que herían mi salvaje espiritu aventurero.
¿Es que ya estaba vedado para mí?
Pasaron instantes de inacción. De duda absoluta.
Miedo. Desolación. Inseguridad.


P.D.: I miss you so much tonight

Dualidad

(Percepción)

El gusto del café quemado aun no se va de mi boca. Me siento a esperar, en una baldosa fría que la información de mis sentidos llene mi mente. En el oasis verde, en medio de la ciudad, los olores dulces y frescos se mezclan con el aire helado para colocarme en un nuevo presente.
La gente pasa, distraída; la ciudad no deja de moverse. Como una película, nada se detiene a ver el cielo, excepto yo. Algunos gorriones parecen entender mi presencia, mientras cazan algunas migas de entre el pasto, que se vuelve gris con la ciudad. Algunos aun se animan a cantar, y son inmediatamente censurados por el rugir de autos, la marcha de la gente, las voces y otros ruidos.
Aun así, espero. Porque los sentidos que buscan saben encontrar, y valorar, las cosas en las que nadie más se fija. La explosión de color en la gente en movimiento, y el profundo azul, chocando el gris y el verde sucio; el aire frío, liberador, y el pino que crece a metros de mis pies; la calidez del cuerpo en los abrigos contra el frío suave de la piel expuesta; la orquesta de ruidos mecanizados, y el agua de una fuente fluyendo; el dulce aire que escapa de una panadería, y el amargo gusto que deja lo que antes sucedió.
Solo los sentidos que buscan saben encontrar la belleza de esta dualidad.