Colores

El niño tardó en comprender que los hombres no regresarían. Que todo el espacio vacío a su alrededor era suyo. Que el aire que lo envolvía no se llenaría de olores, ni voces, ni rostros conocidos.
Lo comprendió de una manera divertida, como solo la mente de un niño podría concebirlo. El mundo, de alguna manera, era suyo ahora. Había que jugar, probar, trasformarlo. Hacerlo suyo, para liberar a sus amigos imaginarios, sus duendes y sus hadas; hasta soltaría algunos monstruos debajo de la cama.
Buscó en un cajón, que era ahora un cofre del tesoro, una caja llena de colores. Pintó entonces su mundo, como máscara de ese viejo que ya conocía, y veía todos los días.
Sus manitos blancas se hundieron lentamente en las pastas blancas y coloridas, y se quedó inmóvil por un momento, con una sonrisa pícara en sus labios. El segundo de calma que precede a la tormenta.
¡Y ahora todo era una calesita!; una risa gritona y un remolino de alegría, a medida que salía magia de sus dedos. ¡Lo vio! Con sus propios ojos. El mundo mágico de todos los niños, ahora en formas y colores, letras y dibujos, frenéticamente transformándose y creándose, haciéndose presentes en la realidad.
Los payasos, los magos, animales y juguetes junto a él, saliéndose de sus ojos y escapándose de sus manos.
La pintura corría y formaba cosas instantáneamente, como danzando, tan feliz…
Cantaron canciones, hicieron cuentos y comieron dulces hasta caer agotados, y el sueño lo llevó a continuar la fiesta en otros mundos.
Después de viarias horas despertó, cubierto de pintura y con ese fuerte olor del acrílico.
Reconoció su hogar. A su lado, un dibujo de mamá y papá.
Recobró poco a poco la realidad. Lo que pintaba eran los recuerdos rutinarios.

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