Viejos pergaminos para un alma desorientada

Esta noche regreso a mi hogar, entre volutas de humo y gotas de lluvia perdidas, y un gran amigo mío, sorprendido y atacado por el día, me dijo:
"Marla, encontré un laberinto de ideas, un mundo entero, brumoso, que silencia el mundo real y me transporta"
Yo sentí que describian mi hogar. Pero conozco sus peligros.
Recordé la época en la que comenzaba a explorarlo, y encontré en mi vieja bitácora, estas palabras:

Encerrada

Una vez más me hundo en los más insondables pozos de mi mente, a buscar motivos, razones, algo que me explique porqué, algo que me justifique esta horrible enfermedad de la memoria que tiene por síntomas la melancolía, la remembranza, el remordimiento, la culpa, la confusión.
“Son cosas de la vida”, “Todos tenemos problemas” Ah… es a veces tan deliciosa la agonía de los recuerdos, que no puedo entender a las personas que se contentan con eso. Sí, es cierto que todos tenemos problemas; gracias a ellos, o, mejor digamos, es por ellos por los que todos tenemos ese gustito raramente dulce de la desilusión, del desencanto.
Se podría decir que cada éter de ese no se qué en nosotros forma una ilusoria bestia enorme, triste, que actúa de motor para que las demás ilusiones, sueños e incluso, una porción de felicidad se mantengan en movimiento. Esto no es más que una platónica forma de explicar por qué caprichosamente, cuando perdemos una ilusión nos aferramos a otra con más fuerza, o nos refugiamos en los brazos de alguien que hace nacer una nueva, sea un sueño de cambio, una ilusión de amor, o simplemente, una esperanza para seguir con vida.
Así que pues, por más pequeño e inofensivo, o enorme y agresivo pedazo de nuestro mundo que enviemos a la bestia, recibiremos siempre tontas nuevas esperanzas, que maduraran y serán reales, o caerán en el olvido, pero que harán que nuestro pequeño no sé qué actúe en su ciclo, casi como los latidos de nuestro corazón, con una pequeña explosión y un silencio, una pequeña explosión y un silencio, explosión, silencio…
Siempre me dio curiosidad intentar comprobar qué pasaría si se rompe el ciclo, pero me rehúso a probarlo, porque existe en mí el leve presentimiento que el resultado se llame suicidio.
En mi vida pasó algo curioso. Supongo que algún karma, algún genio astral actuó sobre mí y me hizo feliz. Terrible, supongo. No es que sea malo ser feliz, pero después del monologo sobre la bestia, se entenderá que no es bueno ser “del todo” feliz. Se puede ser muy feliz igual, pero por algo tenemos memoria. Y si no tuviéramos memoria, allí residiría el drama; no es fácil asimilar una realidad tan fría, tan fáctica, como esta. Pero en fin, no se puede y ya. Uno se vuelve un autómata de los buenos pensamientos y recae, simplemente porque su mente corre desesperada en círculos buscando algo que analizar, algo con qué entretenerse y, automáticamente, solito vuelve el drama. Hay que remitirse, para los escépticos, a los simples temas que pasan por nuestra mente antes de dormir; sí, podemos pensar “qué felices somos”, pero no durante horas, como los melancólicos, que anhelamos otras cosas, no como codicia, sino, como próxima meta, o como entretenimiento; somos personas extrañas. O como los reales codiciosos, que como ya subieron un escalón, piensan en una forma para llegar más rápido al que está diez más arriba. Horas de actividad mental que nos nutren de fuerzas que cada día nos llevan a hacer cosas con real entusiasmo. No nos conformamos con ser felices. ¿Será que soy una aburrida de la vida? Es cierto que me aburro fácilmente. Y estaba en esa parte de mi relato. Fui feliz, y me aburrí. Y forjé, a fuerza de ratos de insomnio una pequeña cárcel; usé todos esos recuerdos para revestir mi nuevo habitáculo. Y me encerré. Ciertamente, desde aquí, ver los procesos de la mente en cuanto a sentimientos negativos, es toda una experiencia. Cree en ella un estado de emergencia, y me aseguré de tener a mano la llave. Así es como puedo salir de mis recuerdos cuando lo deseo, y dejarlos allí, mirarlos desde afuera, y jugar a ser la extraña, a reírme de ellos, y divertirme a su costa. Después vuelvo, como uno vuelve siempre a la calidez del hogar, les pido disculpas, y me arropo con ellos. Muchas veces he llegado a preferir a la gente que está allí en la cárcel que a sus originales vivientes en el mundo común a todos. La gente de mi mundo, de mi cárcel, no es como yo quiera, sino como fueron alguna vez, mi mejor recuerdo de ellos.
Pero a pesar de todo esto, que suena a hacer lo que uno quiere, a estado mental de autoconveniencia, tengo que admitir que tengo miedo. Sé que si esta precaria estructura desaparece, si un lobo feroz sopla y se vuela, llegará algo que no podré manejar. En mi mundo todo lo manejo, y no me gusta el mundo por eso. No puedo hacer que la gente me quiera, me acepte, no me engañe. Además, el funcionamiento de mi mundo es poco espontáneo, no así su creación. Es como encerrar personas en un cuarto y ponerles hilos, para transformarlas en marionetas. Y lamento que esta analogía sea tan cierta. Pero no puedo negar que es un mecanismo de defensa.
¿Autoconfundirse es un mecanismo de defensa?
Parece ser que sí. Parece ser que me conformo con no reconocer cuál de las realidades es la real. El mejor escudo de la demencia.

Pena de Muerte

Es muy sencillo tener la voluntad de encerrarse en su propio mundo cuando uno cuenta con la llave de salida al alcance de la mano.
Me voy dando cuenta como las personas como yo se acercan a la demencia, juegan a la demencia, peligrosamente cerca de un precipicio.
¿Qué pasaría si no salgo más de la cárcel de mi propio mundo?
Estaría más allá del ciclo, sin llegar al suicidio. O más bien sería el suicidio de la mente, en algún sentido. Estaría más allá del bien y del mal, más allá de la bestia, de los latidos, y de las voces de las personas reales. No reconocer la realidad también entra en ese grupo. Y si seguimos esta línea de pensamiento, llegamos a la conclusión de que el que “no quiere reconocer la realidad” es un pseudo-encerrado.
El que se encierra en su propio mundo definitivamente pasa a otra realidad, con su propia gente, con sus propias voces, con las conductas que desea recordar, y demás. Todo lo que alguna vez revistió su mundo propio es ahora su realidad; superpuso ambos mundos y los fundió en uno.
Es uno de los finales felices que puede contarnos la demencia.
Mis vaticinios cuentan que ese será mi final.
En definitiva, es de las penas, la que pagamos más barata; solo para nosotros. Uno encuentra que quedó varado, sin salida, en su propio mundo. Después de todo, todas las noches de su vida durmió en su calor, lo construyó con dedicación; debería ser el mejor lugar. Debe uno tener todo al alcance de la mano. Habla con quien quiere, donde quiere, no debe soportar las injurias del mundo común, y hasta puede juntar los personajes y las épocas más remotas en una sola conversación. ¿Qué tal un Carlomagno, en medio de un campo de batalla agotado, hablando sobre mujeres con un Bush que no deja de escribir notas en su celular?
No me asusta la idea de terminar mis días en un remolino de objetos, tiempos y personas que se saludan al pasar. No más caras genéricas, no más habladurías inútiles, no más mundo común.
Igualmente, todo tiene su pequeño precio; todo en la vida lo tiene. No más creación de recuerdos, no más personas nuevas; el fin de la renovación.
Aquí quería llegar. La demencia, con cualquiera de sus caretas, lleva al fin de lo nuevo, de la creación, de la innovación.
Supongo, entonces, que terminaré por aburrirme de la demencia.

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